Alguien dijo alguna vez que los mejores están hechos de otra pasta. Que en el interior de cada uno reside un gen que los diferencia del resto de mortales. Pues bien, la historia que envuelve a nuestro protagonista escenifica a la perfección esta hipótesis. Un alma eterna en el cuerpo de un hombre, pero con un factor diferencial. El amor por el baloncesto.
Corría el año 2000, el calendario acaba de despedir el verano y Paul Pierce apuraba en Boston las últimas semanas antes de comenzar una nueva temporada. Su tercera campaña en los Celtics. En la noche del 25 de septiembre, su compañero de equipo, Tony Battie, y su hermano Derrick invitaron al joven alero de 22 años a un fiesta privada que se celebrada en el ‘Buzz Club’, un local de amplias dimensiones situado en el 51 de Stuart St. Raramente el establecimiento abría los domingos, pero aquella fue una excepción debido a la exclusividad de la velada. En definitiva, cerca de 300 personas se reunieron en aquel garito, dispuestas a disfrutar de la música y el alcohol.
A eso de las 1:00 de la madrugada, el joven alero recaló en el interior del local y pronto despertó las miradas de casi todos los presentes. Por aquel tiempo ya era bastante conocido en la ciudad de Massachusetts. Además, su altura y su corpulencia llamaban aún más la atención de las señoritas, que entre risas no le quitaban un ojo de encima. Los 3 chicos se internaron hasta la parte más profunda del ‘Buzz Club’, es decir, la sala de billares. Con su sola presencia, puesto que Tony había ido al baño y Derrick se encontraba en otra parte del establecimiento, Paul Pierce decidió entablar conversación con 2 chicas que se encontraban junto a él, Delmy Suarez y Keisha Lewis. Durante un buen rato intercambiaron palabras amistosamente. Todo parecía acorde con la festividad y el buen ambiente de la noche. No obstante, cerca de ellos, otro joven no quitaba ojo con apariencia de no querer hacer muy buenas migas. Se trataba del primo de Keisha. Y al parecer, la conversación le estaba molestando bastante. De su mirada brotaba una mezcla de odio y celos que se clavaban en el rostro del jugador como un puñal ardiendo. Lo peor es que nadie sabía que en breve aquello sucedería de forma real.
El tipo en cuestión era William Ragland, quien formaba parte de una banda de rap denominada ‘Made Men’, un grupo más conocido por su abundante recurrencia a la violencia que por su calidad musical. Ragland se acercó a Pierce increpando desde el primer momento.
Acto seguido empujó a Pierce, lo que desencadenó en una pelea con clara desventaja para este. En un abrir y cerrar de ojos, hasta 8 personas se vieron involucradas en el conflicto. Todos los puñetazos y patadas tenían un único objetivo, el cuerpo de Paul Pierce, que prodigiosamente lograba defenderse en aquella batalla campal. Según relata el periodista Gonzalo Vázquez, Trevor Watson, un amigo de Ragland, fue quién le propinó un golpe en la cabeza con una botella de cristal, el cual lo dejó momentáneamente sin consciencia.
En medio todo el caos, el cabecilla del grupo (William Ragland) impactó a filo de navaja once cuchilladas entre el pecho, cuello, espalda y cara de Pierce. En ese instante, los hermanos Battie se abalanzaron sobre el jugador para protegerle y poner fin a la reyerta. Sin embargo, el alero estaba muy malherido y la sangre no dejaba de brotar de los numerosos cortes.
"Que se joda ese negro, todas esas malditas rameras. Soy el único hombre por aquí. Que se jodan esas rameras. Que se joda Paul Pierce”, gritaba el agresor al mismo tiempo que recorría cada uno de los pasillos del local con aparentes aires de victoria.
Los servicios de seguridad abrieron paso a los 2 chicos, que portaban el cuerpo del moribundo jugador, y rápidamente se dirigieron al hospital más cercano. Durante el camino, el actual alero de los Wizards no paraba de preguntar lo siguiente, entre claros síntomas de dolor. “¿Voy a vivir? ¿Voy a seguir vivo?” Mientras, Tony observaba el rostro ensangrentado de su compañero implorándole que resistiera. Fueron posiblemente los minutos más tensos de la noche.
Una vez llegados al hospital New England, un grupo de médicos lo trasladaron de urgencia a quirófano. El pánico se apresó de todos los presentes en la escena. La vida de Paul Pierce pendía de un solo hilo.
Justo ante de entrar a cirugía, con claro gestos de dolor, aun pudo pronunciar una última plegaría. “No…me han golpeado en el brazo ¿verdad?” rogó el jugador mirando fijamente a los ojos de su compañero. Una pregunta que ambos hermanos jamás podrán olvidar. En un momento en el que se debatía entre la vida y la muerte, en lo único que podía pensar era en baloncesto. El baloncesto era su vida, y por ello no podría concebirla sin él.
Milagrosamente, los cortes, a pesar de ser múltiples y en variados lugares, eran en su mayoría de carácter superficial. Únicamente los cirujanos tuvieron que intervenir en una herida que había alcanzado el esternón y parte de un pulmón. La operación se prolongó hasta altas horas de la madrugada, pero con éxito. Los especialistas confesaron que gracias a la chaqueta de cuero, el resultado de las acometidas había sido menor. Posiblemente con otra vestimenta el desenlace hubiese sido fatal.
A los pocos días, Paul Pierce abandonaba el hospital por su propio pie, y tan solo unas horas después ya se estaba probando con el balón. Las marcas de la pelea todavía estaban muy recientes y tenía el cuerpo cubierto de vendas. Además, la orden de los médicos había sido que no hiciera esfuerzos ni levantara los brazos por encima de la altura de los hombros, algo a lo que el alero hizo caso omiso.
Era joven, pero no quería perder ni un solo minuto de su carrera profesional. Como si hace tan solo unas semanas nada de aquello hubiera ocurrido. Tal fue su capacidad de superación que solo una semana después ya se entrenaba con normalidad con el equipo, y rápidamente se convirtió en el líder de la franquicia verde. En las dos siguientes temporadas no se perdió ni un solo encuentro, y en 2002 llevó a Boston de nuevo a los ‘playoff’ tras 7 años de sequía. Con un anillo de campeón en 2008 y siendo nombrado MVP de aquellas finales, Paul Pierce ya es una leyenda en la histórica franquicia. Un chico que creció, según él, odiando a los Boston Celtics, pero que a base de esfuerzo, talento y amor por este deporte se ha ganado el respeto de la liga y el cariño del Garden.
Durante muchos años, el baloncesto le había protegido en las duras calles del barrio de Inglewood, y en aquella ocasión su predilección por el deporte de la canasta le volvió a salvar la vida. Paul Pierce no es nada sin el baloncesto, y el baloncesto no hubiera sido lo mismo sin él. "De alguna manera, Dios estaba mirando encima de sus hombros", dijo el Dr.Graham justo después de la exitosa intervención. El gen inmortal.
Especial agradecimiento a Gónzalo Vázquez, autor de "101 historias NBA, relatos de gloria y tragedia".