"La evolución del baloncesto es así. No hay forma de que yo juegue del modo que lo hice si no hubiese visto a hombres como David Thompson antes. No hay forma de que Kobe Bryant juegue del modo que juega si no me hubiese visto jugar a mí”. Sin lugar a dudas, estas palabras de Michael Jordan han revolucionado todas las redes sociales durante los últimos días.
Es cierto que prácticamente todos los jugadores comienzan imitando a sus ídolos. Es inevitable. No obstante, para llegar a esa élite. A ese punto de ser considerado como un modelo a seguir, el proceso es mucho más delicado de lo que plantea el mejor de todos los tiempos. Para llegar hasta ahí es requisito indispensable poseer un alma sobrenatural. Un instinto perfecto entre lo más animal y lo más humano. Desprovisto de miedos. Dotado de empuje hasta el máximo extremo. Y todos los que llegan ahí son iguales en la exacta medida en que cada uno es completamente distinto al otro. Cada alma es individual. Cada alma es única.
Volviendo al caso de Kobe Bryant. Hasta el momento de su rotura del talón de Aquiles, las hazañas que estaba protagonizando Kobe eran dignas de un ser sobrehumano. Todos éramos conocedores de su impulso depredador. De su actitud de no darle la espalda al mundo jamás. Sin embargo, aquellas actuaciones nos hacían dudar de si realmente esa era su décimo séptima temporada en la NBA. Momentos en los que su capacidad física lograba codearse con su plenitud técnica.
En este sentido, me gustaría relatar una curiosa anécdota que hizo pública un preparador físico -de nombre Rob- de la selección estadounidense de baloncesto, y que yo leí hace pocos meses del puño y letra del periodista Gonzalo Vázquez. Uno de esos relatos que hacen enorme al más grande.
Nos situamos en el verano de 2012, el equipo olímpico americano se encuentra en Las Vegas y solo restan tres días para el arranque de los encuentros de preparación de cara a los Juegos Olímpicos de Londres. Rob ya había trabajado antes con estrellas como Carmelo Anthony o Dwyane Wade, pero jamás había coincidido con Kobe. Justo antes de terminar la sección de trabajo, el fisio se acercó a la estrella de los Lakers para hablar y así conocerse mejor. Rob y Bryant se intercambiaron los teléfonos móviles, y este le dijo que podía llamarle cada vez que le necesitara. Dicho y hecho.
Al llegar a la habitación del hotel, Rob cenó y se tumbó en el sofá en busca de un poco de reposo. Había sido un día un duro, y a la mañana siguiente tenían de nuevo entrenamiento. A eso de las 3:30 de la madrugada, cuando ya pensaba acostarse definidamente, Rob recibió una llamada. Era Kobe. El tema en cuestión era si había algún inconveniente en que se reunieran en aquel momento. En absoluto. El preparador se vistió a prisa y puso rumbo al pabellón, donde encontró al alero envuelto en sudor y lanzando a canasta. A las 5 de la madrugada.
Tras varias horas de incesante trabajo anaeróbico y en pista, Kobe y Rob se despidieron y este regresó al hotel para aprovechar las escasas horas que le quedaban para dormir. Mientras, Bryant se quedaba a solas tirando una y otra vez.
A la mañana siguiente, y con unas ojeras lógicas, el preparador físico se reunió de nuevo con toda la expedición. ‘Coach K’ dialogaba con Carmelo y Durant, Lebron hacía lo propio con Wade, y al fondo de la pista, el fisio se percató de que alguien estaba lanzando a canasta. Efectivamente, era Kobe Bryant.
- Bueno, ¿A qué hora terminaste anoche?
- ¿Terminar? ¿El qué?
- Que a qué hora dejaste de entrenar.
- Oh, pues justo ahora. Quería anotar 800 canastas y acabo de terminar.
Rob no lo podía creer. Acaba de ser testigo de una de la mayores proezas que habían visto sus ojos. Había escuchado infinidad de historias, pero aquella lo confirmaba todo. “Cada historia sobre su dedicación, cada una de sus declaraciones sobre el trabajo duro. Todo entonces se unió de pronto y me golpeó como un tren. Así que no me sorprende en absoluto que ahora mismo sea capaz de hacer mates sobre jugadores diez años más jóvenes que él, y tampoco que en el primer tramo de la temporada liderase la liga en anotación”, declaraba él mismo.
Kobe había sido capaz de llevar su empeño por mejorar al extremo de las consecuencias. Unas consecuencias que no derivan solo en ser mejor que los demás, sino en ser mejor que ti mismo. Existen jugadores que miran sus puntos fuertes, otros que analizan sus fallos, y el resto -entre los que se encuentra Bryant- transforman sus virtudes en errores con el único deseo de hacerlo todavía mejor. Un tipo de gente de que no entiende de limitación. Una obsesión enfermiza.